Esta es la historia de L., que salió un día a buscar... el resto de su nombre. No era un camino fácil, pero la idea de encontrarse en sí misma la empujaba día tras día a dar un paso más. A veces, cansada, se dejaba caer en el suelo y allí quedaba, aletargada, sin saber como encontrar aquello que tanto ansiaba. A veces, reía. A veces, perdía la esperanza. A veces, la recuperaba e innumerables veces, lloraba. Porque L. creía que el camino a recorrer era solitario y vanidoso y carente de dulces vivencias.
-¿Y si, después de este esfuerzo, no logro encontrar nada?- Se preguntaba. Porque L. tendía a ver siempre el vaso medio vacío - Este camino no merece la pena, no me gusta, no me da nada. Llevo caminando tanto tiempo... y no recibo nada a cambio. Es solo un camino viejo sin algo que ofrecerme, un camino lleno de baches, desniveles y nada más - Pero algo le decía que debía seguir intentándolo.
Fue una mañana cuando sintió algo posarse sobre su hombro. Era una mariposa pequeña, roja y negra, que movía lentamente las alas, haciendo gala de su belleza y elegancia. L. se quedó mirándola, maravillada, y sonrió por tan agradable compañía. Le pareció que había sido un acierto seguir el camino para encontrarse con ella, y aquel día consiguió, sin darse cuenta, su segunda letra.
El recuerdo de la mariposa la acompañó unos días. Una noche, mientras pensaba en ella antes de dormir, se quedó mirando el cielo y advirtió una hermosa luna llena que inundaba de luz el camino. Le pareció tan hermosa y misteriosa, que no pudo contener una sonrisa mientras soñaba con alcanzarla. Y, mientras estaba en ello, se fue quedando dormida con un gran bienestar en su pecho: tenía la tercera letra.
Al mucho tiempo, cuando la lluvia, el frío, el calor, el verano y el invierno hubieron hecho mella en el camino varias veces, L. percibió que algo se movía a un lado. Echó una mirada entre los árboles e intentó poner atención para averiguar de donde provenían los chasquidos. Empleada en esto, de pronto cayó en la cuenta de las vistas que tenía delante: un inmenso bosque de un verde intenso se extendía ante ella. Era un espectáculo único: el mecer suave de las ramas, la luz difuminada entre las hojas, el musgo trapando en los troncos y los tonos verdes oscuros y claros fundidos formando un tapiz. Aquella imagen la había dejado asombrada.
-Todos estos árboles estaban aquí, en el camino, y solo tenía que pararme a mirarlos! ¿Qué cosas podré encontrar si pongo un poco más de atención?- pensaba. Aunque no le dió apenas tiempo para hacerlo: justo en frente, sobre un árbol en el que sonaban los chasquidos, una ardilla le sonreía juguetona. Seguidamente corrió de rama en rama moviendo alegremente la cola hasta desaparecer. L. se había quedado sin palabras. Todo este tiempo en el camino y ahora empezaba a ver las maravillas que ocultaba... ¿Cómo era posible? El camino le parecía ahora un atractivo lugar en el que cada esquina podía sorprenderle. Acababa de obtener su cuarta letra.
Tiempo alante, cuando ya casi todo parecía convencerle, cuando no se disponía solo a llegar al final del camino, sino a ir disfrutándolo mientras caminaba, tuvo que parar sus pasos. Frente a ella, de izquierda a derecha, cruzaba un río de aguas cristalinas y serenas. L. vaciló antes de acercarse. No quería ver su cara. Había visto tantas cosas hermosas que creyó que ver su reflejo la devolvería al punto de partida, a quello donde nada tenía sentido, donde nada la esperaba, ni mariposas, ni lunas, ni bosques ni ardillas. Pero el destello de un pez bajo el agua la apartó de todo pensamiento e hizo que corriera hacia la orilla. Apoyó una rodilla e inclinó su cuerpo para ver el fondo... Y se encontró con una bella cara y un precioso cabello que resbalaba por su cuello. L., sin saber bien qué pasaba, comprendíó que los años la habían convertido en una hermosa muchacha, y que el resto de cosas que descubrió en el camino asomaban ahora como una luz especial en su mirada. Recordó la mariposa de alas rojas y negras.
-Es el camino de la crisálida- Se dijo. Todo lo bello a lo que había prestado atención resurgía en su rostro. Todas las sonrisas que el camino le había provocado estallaban en unos hermosísimos labios. L. no se había sentido mejor en toda su vida, porque sabía que todo había merecido la pena. Todo cobraba ahora sentido. Ahora no tenía miedo ni a volverse a mirar el camino, ni a su reflejo. Nunca más lo tendría.
L. acababa de encontrar su última letra. Tenía su nombre. Se había encontrado a sí misma.
A todos aquellos que dudaron alguna vez (o que lo siguen haciendo) de sí mismos. La vida es como una camino, y todos tienen algo que ofrecernos. El que encontremos ese algo es solo cuestión de que lo queramos y empecemos a buscarlo